Hace mucho calor. El cuatro de julio fue el día más cálido desde que tenemos registros. Y el cinco lo fue más aún. Y luego el siete, y el nueve y el diez. Hace calor en todo el planeta, y hace calor en tu casa, en el trabajo, en la calle. De día y de noche.
El calor no es una maldición bíblica, es una decisión. Solo que no es una que hayamos tomado nosotros. No se nos ha consultado sobre si queríamos dormir a treinta grados, o trabajar a cuarenta y dos.
Y no es solo el calor: es el pasar más tiempo trabajando que durmiendo, más camino del trabajo que con los amigos; más haciendo cola que en la consulta del médico y más interpretando la factura de la luz que leyendo. El tiempo se va, la temperatura aumenta.
Todos sabemos qué tiene que ver una cosa con otra. Este calor no es normal, trabajar doce horas no es normal. No poder dormir, ya sea por el trabajo o por el calor, no es normal.
Sabemos que tiene que haber algo más, y vemos pistas aquí y allí: manzanas en las que los coches no pasan y el calor remite; grupos de vecinos que pagan menos por la luz, a la vez que dejan de contaminar; trabajadoras que reducen su jornada mientras mejoran sus salarios; estudiantes que colocan un toldo en el patio de su colegio para no achicharrarse en los recreos. No es la panacea, no es el final del camino, pero es un camino.
Juntarse, ya sea en la calle cuando la brisa se levanta y los grados parecen menos, o en la pausa del café para decidir cómo arreglamos lo del jefe que escribe a las nueve de la noche, es un principio.
No es mal momento para sacar la silla a la puerta y ofrecer un vasito de gazpacho al primero que pase, y preguntarnos si podemos refrescar a alguien más.